martes, 20 de noviembre de 2007

Silverio Franconetti

“Silverio Franconetti y Aguilar nació en Sevilla en 10 de junio de 1831, bautizóse en la parroquia de San Isidoro, y fueron sus padres don Nicolás Franconetti, natural de Roma y jefe de Guardias Walonas, y doña María de la Concepción Aguilar, natural de Alcalá de Guadaira, y perteneciente a una de las familias más conocidas de dicha villa.
Trasladado al poco el matrimonio a Morón, Silverio pasó allí su niñez estudiando en este pueblo las primeras letras y dedicándose al oficio de sastre bajo la dirección de un hermano suyo, que de hacía tiempo tenía abierta tienda. No cuentan las crónicas si el niño fue consultado antes de ser puesto a oficio; pero sí consta de datos autorizados que, aunque llegó a aprenderlo y aún a adquirir en él cierta habilidad, no era aquel el camino por el que, como decirse suele, le llamaba Dios. En afecto, aficionado al canto desde sus primeros años, empezó muy pronto a desesperar a sus padres con sus frecuentes rabonas a la sastrería y sus continuas visitas a una fragua próxima a su casa donde pasaba las horas muertas embebido en oír cantar a los gitanos. A la irresistible tentación que a nuestro cantador ofrecía (tenía apenas diez años) aquella para sus padres maldecida fragua; a su decidida vocación por el cante y a sus excelentes condiciones para él, unióse, por entonces, una circunstancia que vino a hacer más difíciles aún los propósitos de su madre, ya viuda, y más fácil el logro de las aspiraciones del joven artista. Fue esta circunstancia, que el Fillo, asombro de las gentes, comenzó a ir con frecuencia a Morón, y viendo a Silverio con tan felices disposiciones para el cante gitano, le animó a cultivarlo, fomentando así la insurrección de éste contra los deseos de su madre, reducidos a ver cuanto antes a su hijo, que cantaba ya más que un canario, ocupado exclusivamente en oficio. Pero inútil empeño; el pájaro acabó por escaparse de la jaula: Silverio, después de pasar una temporada en Sevilla, donde abandonó completamente su oficio por el cante flamenco, y donde se negó a aprender música a pesar de las muchas personas que así se lo aconsejaban, deseosas de que no malograse sus excelentes condiciones de voz y de estilo, pasó a Madrid, en cuya ciudad comenzó a dar conciertos, siendo uno de los verdaderos iniciadores de esta afición.
Invitado por aquella época, años del 55 al 57, a irse de sastre a Buenos Aires, no sabemos si por excitaciones de su familia que acaso le veía con pena dedicado a la profesión de cantador tan ocasionada a peligros por las no muy buenas compañías que acarrea, bien fuera que cediese a las ventajosas proposiciones que le hicieran, bien que viese en aquel largo y aventurero viaje ocasión de adquirir un capital para dedicarse de lleno al desarrollo de su afición, bien, por último, que cediese a otros impulsos que no hace al caso averiguar, lo cierto es que Silverio accedió a las invitaciones que le hicieron, embarcándose para Montevideo, donde permaneció ocho años.
Curiosa por extremo y novelesca sería la descripción de las aventuras de nuestro cantaor sen tan lejanas tierras; pero como ni ésta hace al caso, ni para ello tenemos noticias suficientes, nos limitaremos a consignar que también en América abandonó Silverio el oficio a que sus padres quisieron dedicarle, ocupándose sen picar toros en los tiempos de paz y a servir en los tiempos de guerra a los ejércitos de la República del Uruguay, donde llegó a obtener el grado de oficial.
Embarcado a bordo del vapor Gravina, volvió a España en el año 1864, comenzando entonces con mayores medios a realizar lo que había sido desde que tuvo uso de razón, su tema favorito, que era elevar a la categoría de espectáculo público aquellos tristes y melancólicos cantares que escuchara en la fragua de los gitanos de Morón y en las tabernas donde cantaba comúnmente el Fillo, maestro de todos los cantadores de su tiempo.
Con este objeto, Silverio dio conciertos en todas las principales capitales de España, especialmente en las andaluzas, sen alguna de las cuales, como en Cádiz, mereció el título de Rey de los cantadores, consiguiendo despertar esta afición, que ya había contribuido a hincar en el año 57, en multitud de ciudades donde apenas se había escuchado antes una seguidilla gitana. En la actualidad, está preparando un café, que vendrá a sustituir al que hasta hace poco más de un mes llevaba su nombre en la calle Amor de Dios.
Aquí terminan los datos que conocemos de la vida del célebre cantador sevillano, datos que escuchamos hace muy pocos días de sus propios labios, y a los que vamos a añadir por nuestra parte, alguna consideración.
Es en nuestro sentir evidente, y está reconocido por todos que es Silverio uno de los mejores cantadores de España y que en cañas, polos y seguidillas gitanas, que son hablando en términos técnicos su cante propio, no hay quien le aventaje. Es también evidente que inclinando por vocación y por naturaleza a éste género de canto a cuyo cultivo contribuyó a precipitarle quizá la misma oposición de sus padres, el incentivo que aquella maldita fragua le ofrecía y la admiración que el Fillo despertaba en cuantos tuvieron ocasión de escucharle, es evidente, decimos, que la idea dominante de Silverio ha sido la de abrir al cante gitano nuevos horizontes. Pero, ¿era, nos atrevemos a preguntarnos, factible esta idea? ¿Cabía ennoblecer este género, llevándolo de la taberna al café? Creemos que no, y que la idea del cantador andaluz, aunque generosa en su origen, es equivocada y contraproducente. En la taberna, en las reuniones familiares o de amigos, donde cantaba el Fillo y donde antes de él cantaron tío Luis de la Juliana, tío Luis el cautivo y otros no menos célebres, los cantadores eran los verdaderos reyes, los obsequiados siempre, y aunque pagados a veces, eran escuchados con religioso silencio y ¡ay de aquel que se hubiera atrevido a interrumpirlos...!
En los cafés, por el contrario, el público se impone, es el verdadero rey, y como en su mayoría no es inteligible, ni está acostumbrado a discernir lo bueno de lo malo, ni, por lo general, participa de aquel sentimiento profundamente triste que domina a los gitanos al cantar, va agachonado, pase la palabreja, a los cantadores que, movidos ahora más por el interés que por el arte, tienen que ir acomodándose a los gustos del público compuesto de infinidad de individuos que por los dos reales de su café y su copa, se cree con perfecto derecho para aplaudir o silbar, según su humor. Los cafés matarán por completo el cante gitano en no lejano plazo, no obstante los gigantescos esfuerzos hechos por el cantador de Sevilla para sacarlo de la oscura esfera a donde vivía y de donde no debió salir nunca si aspiraba a conservarse puro y genuino. Al salir el género gitano de la taberna al café se ha andaluzado, convirtiéndose en lo que hoy llama flamenco todo el mundo. Silverio, por ennoblecer el cante gitano, sin contar con la huéspeda (que era de una parte el público andaluz, y de otra, que hoy apenas un hombre hace tres gorgoritos, quiere subirse a un tablado a ganarse un duro), ha creado el género flamenco, mezcla de elementos gitanos y andaluces. Él, sin embargo, como voluntario decidido que muere al pie de la barricada, o soldado valiente que aspira defendiendo su trinchera, quema hoy su último cartucho en defensa del cante gitano, abriendo un café en la calle del Rosario de esta ciudad: allí podrá quien quiera, escucharle aquellas seguidillas gitanas que hicieron exclamar a la célebre seguidillera María Borrico, cuando en 1864 la invitaron a cantar del recién llegado de la América del Sur, que venía entonces con la baba corrida: ¡Cómo quieres que cante, si ese gaché de las barbas me ha estemplao! ”. Antonio Machado Álvarez ‘Demófilo’